Jorge Olivera Castillo, Sindical Press
LA HABANA, Cuba, agosto (cubanet.org) - Bien pudiera decirse que Fidel Castro sólo cedió, si acaso, un 30 ó 40 por ciento de su poder tras sufrir el percance de salud en 2006. Es posible que tal cifra se quede por debajo de una realidad extraordinariamente compleja y generadora de las más dispares interpretaciones.
Los hechos recientes corroboran que la última palabra ante cualquier asunto, sigue siendo una prerrogativa intransferible de Fidel. Su continua presencia en los medios de comunicación nacionales define los espacios de una maniobra que pone en perspectiva el propósito de subrayar quién es el hombre fuerte del partido.
Es patética la sospecha de que nada en Cuba se mueve sin su consentimiento. Los mensajes, directos y subliminales, de su protagónica participación en diversas actividades políticas y sociales, dan las claves para subrayar que lo prometido por Raúl Castro, en cuanto a cambios estructurales y de concepto, fue un simple anuncio lejos de materializarse en un futuro cercano, al menos desde un punto de vista integral, sostenido y dinámico.
Un movimiento de tal naturaleza iría en la dirección opuesta a los preceptos ideológicos que todavía hierven en la mente del octogenario caudillo. Su conservadurismo es inmune a la estructuración de reformas que promuevan la economía de mercado, independientemente de su magnitud.
Sería utópico pensar que en el ocaso de su vida, Fidel se convirtiera en portavoz o en un sujeto pasivo de un proceso de aperturas, que sepultaría el andamiaje de ideas que ha construido con lo más rancio del pensamiento marxista-leninista.
No es descabellado pensar, de acuerdo a su perfil psicológico, que preferiría la peor de las alternativas antes que ceder un ápice. Figurar en los manuales de historia como el “incansable luchador antiimperialista”, “el aguerrido combatiente de las causas justas”, “el hombre que promovió en internacionalismo proletario a niveles nunca vistos”, entre otras distinciones no menos grandilocuentes, es una obsesión que no se apagará mientras tenga uso de razón.
El desastre interno ocasionado por la proverbial implementación de políticas basadas en la improvisación, los caprichos y otros desajustes provocados por la ultra centralización del poder, es un fenómeno que, según la lógica del sector conservador, debe ser atenuado volviendo a sacar a la palestra pública el fantasma del enemigo externo, y discursos que ilustren el preámbulo de un inminente apocalipsis nuclear.
El sistema está en el límite de sus posibilidades de supervivencia. Agotado todo el imaginario, a través del cual se lograba reproducir ciertos márgenes de legitimidad política y social, ahora sólo queda el aumento de las respuestas represivas y el reciclaje de viejos esquemas de manipulación, en virtud de alcanzar los equilibrios necesarios para conservar una precaria estabilidad.
La batalla a librar ahora, por cierto la más difícil en el largo peregrinar por las sendas del poder absoluto, se presenta como un desafío de dimensiones inconmensurables. En el lado contrario sobresale la armadura y los espadones de la dialéctica. De hecho, ya se puede adelantar el veredicto de un combate sin ningún sentido y marcadamente irresponsable.
Es casi seguro que la historia no absolverá a un régimen encabezado por personas que han arruinado material y moralmente a la nación. Algún día la verdad saldrá a la luz. Ojalá no sea después de las ruinas dejadas por un caos indescriptible, provocado por la terquedad de un pequeño grupo de poder divorciado de la realidad, en frontal oposición a los cambios, y enamorado perdidamente de sus oscuros intereses de clase.
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